-¿Por qué me mirás a los ojos?-.
-Porque tienen fuego-.
Conservo su mirada sobre mí, con un largo silencio. Tragó.
-¿Te gustan las mujeres?-.
-No, me gustas vos-.
Tampoco supo qué decir,mirándome.
Cada parpadeo suyo era un mojarme los labios, que se hinchaban… preparándose.
Ella estaba descolocada. Después de un suspiro, habló. Casi violentamente me sacó la mirada de encima para volver a la realidad.
-Perdón, ¿podemos empezar otra vez? Me desconcentré-.
El director respondió indignado:
-pero si veníamos bien-.
-Sí es que… necesito empezar de vuelta-.
-Y bueno, dale.
En esa oscuridad absoluta, la sentí temblar. Quise reírme y consolarla, entonces se prendió la luz.
-¿Por qué me mirás a los ojos?-.
Tragué.
-Porque tienen fuego-.
Suspiró.
-¿Te gustan las mujeres?-. Sonó como el principio caprichoso del llanto de una nena, tierna, miedosa.
Parpadeé mucho sin querer.
-No, me gustas vos-.
Sentí el calor subirle por las venas mientras seguía temblando.
Ninguna se acercó.
Volví a mojarme los labios y esbocé una palabra que ella me interrumpió.
-¿Porqué te gusto?-.
Sonriéndole me sonrojé.
Siguió:
-¿Qué tengo que no tienen las demás?-.
La sentí dejar de temblar.
-Ya lo voy a descubrir-.Respondí.
Esquivándome apoyó la pizza sobre el desayunador que estaba detrás mío.
-Vení a comer-.
Me alcanzó el plato donde había puesto mi porción y levantó los ojos para mirarme. Le agradecí con un gesto. Agarró la jarra.
-¿Querés jugo?-.
-Por favor-.
Se empezó a poner nerviosa. Yo empecé a no saber qué hacer: me rasqué la nuca, no probé bocado.
Mientras masticaba quiso hablar y la escuché.
-Yo… tengo novio-.
-¿Y?-.
Me miró fijo, con una bola en el cachete, como quien acaba de decir algo obvio y uno es el boludo que no entendió.
-¿Qué tiene que ver que tengas novio con que me gustes?-, la desafié.
Se limpió la boca con la servilleta. Me mordí el labio.
Cambié de tema. Durante casi todo el almuerzo, conversamos de cualquier otra cosa. Ella me seducía, yo la observaba. Cada palabra que decía, menos ternura me causaba y más sed.
No le presté atención más que a sus ojos. Encandilaban como el reflejo de la luz en un espejo. Eran como el aliento cuando desempaña el vapor…o vaporiza el vidrio. Como la mano que hace espacio en la ventana para ver la madrugada. Era como saborear el primer sorbo de café, y volví a mojar mis labios. Efectivamente, ella se parecía mucho a todo lo que me calienta.
-¿Porqué temblás?-.
-Yo no tiemblo-. Se hizo la boluda.
Me corrió los ojos de nuevo y la busqué otra vez.
-Mirá, si yo no te gusto está todo bien…puede pasar. Pero no tengas miedo-.
Se enojó mucho y me trató mal.
-¡¿Qué saltás con esto ahora?! ¡Flaca sos cualquiera! Hacete ver porque estás llena de problemas. ¡Sos…perversa! ¡Promiscua! No sé por qué me ponés en esta posición, ¿Qué te hice?
Insistí.
-No te quise poner incómoda, es que…-me volví vulnerable –me quiero enredar en tu pelo; comerte la boca; acari…-. Me callé y en seguida hablé:
-Perdoname-.
Bajé la mirada. Se enterneció.
-Bueno, tampoco fue para tanto. No te sientas culpable-.
Creo que en ese momento tuve miedo de matarla.
-No, no me siento culpable, me siento una pelotuda. Vos decís una cosa y haces otra ¿y después soy yo la que tiene que pedir perdón?-.
Se paró y empezó a levantar la mesa. Me paré y le tomé las manos.
-¡Pará! ¡Mirame!-.
Se soltó bruscamente y me pegó dos cachetazos.
-¡Asquerosa!
No me quise dejar vencer por todo ese salvajismo que le emanaba de la piel asique la empecé a mirar de nuevo, tratando de encontrarla… sin resultado.
La esquivé y me acerqué a la puerta que estaba detrás suyo.
-¿Sabés qué es lo peor de todo esto? Que todavía me causas la misma sensación del principio.
Sentada frente al desayunador, con un codo apoyado y una mano sosteniéndole la cabeza, aprovechó que me tenía de espalda para provocarme.
-¿Y qué sensación te causo?-.
Me acerqué tanto a su oído para que me escuchase bien, que atiné a besarle el cuello, pero en cambio le susurré:
-¿De verdad querés saber?-.
Se puso histérica. Empezó a gritar, a llorar. Volvió a pararse. Mientras se alejaba de mí y las lágrimas le corrían el delineador, me apuntaba con un dedo.
-¡Dejame en paz! ¡No te quiero ver más! ¡Ni te me acerques!-respiró-no me lastimes más.
Me desconcertó.
-¿Te lastimo?-.
-Sí, porque me querés confundir y a mí me duele saber que te gusto-.
Percibió la ternura con la que le iba a contestar. Tragué.
Se me escapó una risa liviana que la tranquilizó.
-Vos estás cagada de miedo; pero no tiene nada de malo-.
-¿Qué no tiene nada de malo?-.
-Que me digas que no-.
El fuego le volvió a los ojos. Huyó.
Creo que deseé tanto que volviera, que al momento en que me acerqué a cerrar la puerta, me trajo uno de esos besos que el miedo nunca te da.